En algún lugar de la ciudad, se enciente una farola. Su luz amarillenta y marchita se filtra por la persiana y cae sobre tu cuerpo desnudo y dormido. Pienso en Zeuz convertido en lluvia de oro, besando tu piel, poseyéndote; pienso en Klimt, pintando a su amada prostituta de cabellos rojos; tomo mi diario, y te nombro en secreto: “Danae”.
Danae duerme el sueño de los amantes. Ese divino sueño de conciencia entumecida postcóito. Se mueve un poco y desde su crisálida de sábanas percudidas y almidonadas se le escapa un pezón color café con leche. El colchón revela algunas de sus cicatrices de cigarro. Del otro lado del papel tapiz enmohecido, una pareja discute. Se maldicen, maldicen el cuartucho de hotel y las tres horas de hospedaje que les quedan, maldicen sus miserables vidas, el calor, a sus esposos y luego vuelven sexo.
Danae sigue durmiendo, la imagino bajo las sábanas desnuda y perfecta. Su desnudez le grita a mis ojos “mírame”, y yo la miro y me dejo vaciar por su imagen. Ella suspira, y casi puedo ver el sueño bajo sus párpados. Ese sueño de cuerpos ingrávidos, de humedad y manos, ese sueño de amantes anónimos desdibujando sus vértices en el ciego abrazo del éxtasis.
Danae despierta. Me ve. Me ve como intentando descifrar un recuerdo que nunca ha sucedido. Me ve sentado en una silla, frente a la cama, con mi diario apoyado en las rodillas, desnudo y escribiendo. No parece agradarle. “A veces creo que preferirías cojerte a ese maldito diario que a mí” No digo nada. Ella pone sus ojos en blanco. Silencio.
Danae se estira como los felinos y sujeta la sábana para ocultar lo que ya conozco de memoria. Mira hacia el viejo buró de madera y toma su bolso. “¿Tienes un cigarro?” dice mientras inspecciona todas sus cavidades. “Ah, mira, estoy de suerte”. Toma el encendedor. El humo se diluye suavemente en la espesa sustancia translúcida que es la penumbra de las 2 am.
Los vecinos lanzan un largo gemido que poco a poco se apaga. La loca convulsión de la cabecera contra la pared cesa de repente, y los dos nos descubrimos inmóviles y aún en silencio. “¿Qué escribes?”. Dice ella, dibujando una sonrisa pícara en sus labios “¿Escribes algo de mí?” Se lleva de nuevo el cigarrillo a los labios “¿De mi talento para hacerte venir en mi boca?”.
No respondo. Mi mano sigue atenta a la caligrafía. Ella entre cierra sus ojos, y se alza como un resorte. Su mano arrastra la sábana intentando casi ridículamente ocultar lo que ya tantas veces hemos repasado juntos. “En algún lugar de la ciudad, se enciente una farola”. Lee en voz alta, con un tono cantarino y risueño. Luego suelta una carcajada “(…) Danae duerme el sueño de los amantes. Ese divino sueño de conciencia entumecida postcóito (…)”. Quita su vista de mi diario, y me mira a los ojos “¿Así que ahora soy Danae?”
Sigo escribiendo. Ella lanza otra carcajada, y me ve anotando de todo de nuevo, como si me estuviera pasando el dictado. “¿Así que vas a poner en ese maldito diario todo lo que diga?” Apaga su cigarro en el cenicero imaginario del buró. “Pues bien, juguemos tu juego”. Danae retira la sábana con un solo movimiento y descubre su cuerpo de suaves colinas y pálidos valles. En el buró, la colilla se marchita lentamente.
Su mano derecha baja suavemente desde sus labios. “Quiero que le hables a mi boca”. La caricia descendente pasa por su cuello y llega hasta su pecho. “Que me digas te deseo enloquecidamente”. El dedo índice dibuja un círculo en su pezón derecho. “Quiero que me tomes como si fuéramos dos extraños”. Danae apoya su espalda contra la cabecera, y su mano derecha le cede el lugar a la izquierda para bajar ahora hasta su vientre. “Quiero que dejes todas tus metáforas, que me digas que soy tu puta”. La mano se detiene entre sus piernas, las abre para mí. “Y que no vas a dejarme nunca”.
Ella cierra sus ojos, y en algún punto, mis manos son las suyas. “Tu eres mi único consuelo”. Mis palabras son las suyas. “Dime que me amas, aunque no sea cierto”. Y todo lo que existe son éstas palabras. “Que nada tiene sentido más allá de mi”.
Mi lengua traza caminos de humedad por su piel de durazno maduro, buscando algo inalcanzable. “Bésame aquí, aquí abajo”. Y ella suspira cuando finalmente descubro esos tiernos pliegues que habitan ahí donde se unen las largas cordilleras de sus piernas. “¿Te gusta? ¿Te gustó?”. Y bebo de ella, de ese cálido remanso. “Dímelo. Dime que te gusto”. Y bebo hasta colmarme, bebo hasta que aquella sustancia logra calmar el amargo hastío que hay en mi garganta.
“Ahora deja todo y ven”. Ésta noche somos solo dos animales sedientos. “Quiero sentirte dentro de mi”. Que se buscan a tientas. “Quiero que me acalambres las piernas”. En los laberintos salvajes. “Que me hagas gritar hasta que se me acaben los pulmones”. De ésta insoportable inmensidad. “Hasta que todo el mundo quede en silencio”.
“No te vengas aún”. Afuera se escucha una sirena. “Espera un poco más”. Las bestias de la noche se agitan. “Vente conmigo”. Pero aquí adentro nada existe. “Vente”. Solo nuestros cuerpos que se funden en un único grito. Al final, el derrumbe de los brazos. Y de nuevo el silencio.
“¿Por qué seguimos haciendo esto? ¿Por qué cojemos?” Uno coje para no llorar, para perderle un poco el miedo a la muerte. “¿Pero no me amas?” El amor es sólo una escusa, la más absurda de todas, para seguir existiendo. “Entonces dime ¿Qué somos? ¿Amantes? ¿Amigos? ¡Dime!”… Danae, en éste momento somos solo éste último párrafo que se termina.
jueves, 16 de julio de 2009
martes, 14 de julio de 2009
La Rubia al Final del Túnel
Corría sepa madres qué año de crisis económica mexicana en los 80, pero a mí lo único que me importaba en la vida es que en Canal 5 pasaban todas las tardes a Remi, He-Man, Los Muppets Babies y el Tío Gamboín con sus fanfarrias. Yo estaba en primero de primaria. Me daba re-chingos miedo la escuela. Esto ya no era el jardín de niños; aquí había que aprender los sujetos y predicados, las sumas y restas, y los de tercer año siempre hablaban de unas tales tablas que había que saber de memoria, y ponían los ojos pelones cuando lo decían. Yo tenía pánico, porque nunca podía recordar por dos minutos nada de lo que nadie decía. Yo vivía entre una tarde de caricaturas y la siguiente.
Yo era pequeño, no solo de edad. Era chaparrito, con mis cachetes regordetes, con el ombligo saltón y el cabello a la Príncipe Felíz. Así le decía mi mamá a mi pelo, y cuando el año siguiente leí la historia de Wilde en un cuento ilustrado, yo no podía entender porqué mi madre me odiaba tanto que me cortó el cabello para atraer pájaros para que me sacaran los ojos. Mis pobres ojos verdes y miopes y con lentes que quemaban hormigas si estaban bien enfocados con el sol.
Mi maestra de español era, para todo propósito infantil, una adulta. No sé, debe haber tenido veinticasitreinta, porque tenía dos arrugas pequeñitas a los lados de los ojos. Se le veían más cuando sonreía. Y era bonita, sea lo que sea que eso significaba entonces. Yo sabía que las niñas eran bonitas. Algo tenían, con sus lloriqueos y sus trenzas y sus moños enormes con estampados de moda. Yo sabía que las maestras eran como niñas que habían crecido y que sabían cosas y que podían regañar o felicitar a quien quisieran y como quisieran, como si medir dos veces más les diera superpoderes. Eso lo aprendí de Voltron. Voltron, claro, era poderoso porque medía diez veces más que cualquiera. Así de simple.
Alguna de aquellas mañanas de no-caricaturas, la maestra entró al salón ruidoso y yo ni la noté. Los compañeros y compañeras corrían por espacios entre mesabancos, y yo hacía corajes en silencio cada vez que pateaban mi lonchera roja de Optimus Prime. Me estaba secando las lágrimas porque había dejado mis lentes sobre la tele. Ya me había gritado mi mamá, y ahora seguro me gritaría la maestra. Yo aún no podía leer nada en voz alta sin antes decirlo diez veces en susurros, y era más lento que eso para escribir. Sin mis lentes, daba lo mismo que me hubiera quedado en casa para ver a Bugs Bunny y Marvin el Marciano. Siempre creí que Marvin tenía mucha suerte de venir de un planeta donde había pistolas que hacían desaparecer lo que a uno no le gustaba. Seis o siete compañeros, dos o tres hermanos y hermanas, los honores a la bandera, el dentista y mis tías fastidiosas: yo por ahí hubiera empezado.
Esta gigante rubia llegó gritando al salón. En mi memoria televisiva, ella se veía como la tal Yuri que le cantaba al panda de Chapultepec, pero más fresca. Cuando terminó de gritar, no quedaba un alma en pie. En silencio, acomodé mi lonchera para que se alineara con la línea de concreto del suelo que terminaba en una columna en la pared y continuaba en un cable y subía al techo y se convertía en el abanico arriba de mi cabeza. También me daba miedo que se cayera el abanico, pero si se iba a caer, yo prefería estar exactamente abajo de las aspas para que me rebanara el cuello, y entonces vería cómo mi cuerpo se quedaba en la silla y mi cabeza rodaba junto a la lonchera roja, aún perfectamente alineada con los cables chispeantes del abanico desplomado.
Así como estaba, alicaído y pensando en mi muerte prematura, la maestra se acercó taconeando, se puso en cuclillas y me preguntó qué me pasaba. Yo no ocupaba ni eso para empezar a llorar de nuevo. Cuando se me aguaron los ojos empecé a balbucear algo de mis lentes y a morir de vergüenza con el resto de mis compañeros. Con la calma de quien vence hasta a los monstruos internos ajenos, me dijo lo único que no esperaba yo: "No importa, tú quédate en silencio y hoy yo hago tus apuntes y anoto tus tareas". Me ahogué dos lloriqueos jocosos y me dejé despeinar sin protestas.
Antes de ese momento, era yo un chico cualquiera, contento hasta marcarme los hoyuelos. Hasta que la rubia se dio la vuelta, se meneó de forma curiosa y se sentó en su silla, yo era un chico cualquiera. Quizá se meneaba así siempre, pero tuve que pensar en el momento inmediatamente anterior a cuando se sentó, para poder entender cómo había pasado todo tan súbitamente. Tenía que pensar en el meneo porque algo malo sucedería si pensaba yo en los calzones. Ya era inútil, claro, porque en eso estaba pensando yo. Lo veía como una de mis películas Betamax: me habla, se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa, regresar; se levanta, camina hacia atrás, se voltea, se agacha; pausa, reproducir; se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa... reproducir; se sienta, calzones. Calzones, calzones. No eran como los de mis compañeras. Estos eran calzones de mujer, no de niña. Me recargué en mis manos con los dedos cruzados sobre el mesabanco. Benditos mesabancos ridículamente pequeños, con ángulos perfectos de visión.
Sería que ese día la maestra rubia se llevó una falda más corta. Será que no tenía yo que tomar notas. Sería que no era yo tan miope como para no ver que algo ahí era mejor que tantas otras cosas. No sé qué sería ese día, pero era un buen día. Todo se desvanecía contra el atractivo hipnótico de esa tela blanca y la aún inexistente costumbre noventera del depilado excesivo. Por supuesto yo no entendí nada, pero no necesitaba entender; siglos y siglos de evolución del instinto me libraron de los pesos de entender, y mi ingenua edad me libró de cualquier peso moral. Cómo disfruté esos calzones toda la mañana. "Sujeto y predicado", como sea. "Flora y fauna", claro que sí. Daba igual, porque la rubia se levantaba, hacía dos anotaciones en el pizarrón y cuando veía mi cara de inquietud, seguro pensaba que me angustiaba la idea de no tener esas notas... así que ella se apuraba de vuelta al escritorio, y yo volvía a la fantasía interminable de unas piernas más largas que mi propia altura, y un algo incomprensiblemente atractivo donde esas piernas se acababan. Si se cruzaba de piernas, yo levantaba la mano para preguntar y hacerla moverse. Antes que terminara la mañana, yo me sabía a esa mujer hasta la última peca visible desde mi trinchera curiosa.
En el recreo me senté solo, con mi lonchera puesta en una llanta decorada, y comí en silencio pensando en la rubia y su forma y su ruido y su color amarillo de caramelo. Ese día supe que sería para siempre un hombre atormentado por el gusto de hacer aquello, fuera lo que fuera, por las ganas de sentir los algos y decir los esos, y disfrutar los talles y los encuentros. Yo era un hombre de poco más de un metro de altura, dueño de dieciséis Hot-Wheels, un Castillo de Greyskull, un triciclo viejo, dos papalotes y la certeza de que cambiaría esas o cualquier otra posesión por más días como ese. Ese día las protagonistas de mi tarde de caricaturas fueron Cheetara, She-Ra y Lynn May. No he madurado casi nada desde entonces.
Yo era pequeño, no solo de edad. Era chaparrito, con mis cachetes regordetes, con el ombligo saltón y el cabello a la Príncipe Felíz. Así le decía mi mamá a mi pelo, y cuando el año siguiente leí la historia de Wilde en un cuento ilustrado, yo no podía entender porqué mi madre me odiaba tanto que me cortó el cabello para atraer pájaros para que me sacaran los ojos. Mis pobres ojos verdes y miopes y con lentes que quemaban hormigas si estaban bien enfocados con el sol.
Mi maestra de español era, para todo propósito infantil, una adulta. No sé, debe haber tenido veinticasitreinta, porque tenía dos arrugas pequeñitas a los lados de los ojos. Se le veían más cuando sonreía. Y era bonita, sea lo que sea que eso significaba entonces. Yo sabía que las niñas eran bonitas. Algo tenían, con sus lloriqueos y sus trenzas y sus moños enormes con estampados de moda. Yo sabía que las maestras eran como niñas que habían crecido y que sabían cosas y que podían regañar o felicitar a quien quisieran y como quisieran, como si medir dos veces más les diera superpoderes. Eso lo aprendí de Voltron. Voltron, claro, era poderoso porque medía diez veces más que cualquiera. Así de simple.
Alguna de aquellas mañanas de no-caricaturas, la maestra entró al salón ruidoso y yo ni la noté. Los compañeros y compañeras corrían por espacios entre mesabancos, y yo hacía corajes en silencio cada vez que pateaban mi lonchera roja de Optimus Prime. Me estaba secando las lágrimas porque había dejado mis lentes sobre la tele. Ya me había gritado mi mamá, y ahora seguro me gritaría la maestra. Yo aún no podía leer nada en voz alta sin antes decirlo diez veces en susurros, y era más lento que eso para escribir. Sin mis lentes, daba lo mismo que me hubiera quedado en casa para ver a Bugs Bunny y Marvin el Marciano. Siempre creí que Marvin tenía mucha suerte de venir de un planeta donde había pistolas que hacían desaparecer lo que a uno no le gustaba. Seis o siete compañeros, dos o tres hermanos y hermanas, los honores a la bandera, el dentista y mis tías fastidiosas: yo por ahí hubiera empezado.
Esta gigante rubia llegó gritando al salón. En mi memoria televisiva, ella se veía como la tal Yuri que le cantaba al panda de Chapultepec, pero más fresca. Cuando terminó de gritar, no quedaba un alma en pie. En silencio, acomodé mi lonchera para que se alineara con la línea de concreto del suelo que terminaba en una columna en la pared y continuaba en un cable y subía al techo y se convertía en el abanico arriba de mi cabeza. También me daba miedo que se cayera el abanico, pero si se iba a caer, yo prefería estar exactamente abajo de las aspas para que me rebanara el cuello, y entonces vería cómo mi cuerpo se quedaba en la silla y mi cabeza rodaba junto a la lonchera roja, aún perfectamente alineada con los cables chispeantes del abanico desplomado.
Así como estaba, alicaído y pensando en mi muerte prematura, la maestra se acercó taconeando, se puso en cuclillas y me preguntó qué me pasaba. Yo no ocupaba ni eso para empezar a llorar de nuevo. Cuando se me aguaron los ojos empecé a balbucear algo de mis lentes y a morir de vergüenza con el resto de mis compañeros. Con la calma de quien vence hasta a los monstruos internos ajenos, me dijo lo único que no esperaba yo: "No importa, tú quédate en silencio y hoy yo hago tus apuntes y anoto tus tareas". Me ahogué dos lloriqueos jocosos y me dejé despeinar sin protestas.
Antes de ese momento, era yo un chico cualquiera, contento hasta marcarme los hoyuelos. Hasta que la rubia se dio la vuelta, se meneó de forma curiosa y se sentó en su silla, yo era un chico cualquiera. Quizá se meneaba así siempre, pero tuve que pensar en el momento inmediatamente anterior a cuando se sentó, para poder entender cómo había pasado todo tan súbitamente. Tenía que pensar en el meneo porque algo malo sucedería si pensaba yo en los calzones. Ya era inútil, claro, porque en eso estaba pensando yo. Lo veía como una de mis películas Betamax: me habla, se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa, regresar; se levanta, camina hacia atrás, se voltea, se agacha; pausa, reproducir; se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa... reproducir; se sienta, calzones. Calzones, calzones. No eran como los de mis compañeras. Estos eran calzones de mujer, no de niña. Me recargué en mis manos con los dedos cruzados sobre el mesabanco. Benditos mesabancos ridículamente pequeños, con ángulos perfectos de visión.
Sería que ese día la maestra rubia se llevó una falda más corta. Será que no tenía yo que tomar notas. Sería que no era yo tan miope como para no ver que algo ahí era mejor que tantas otras cosas. No sé qué sería ese día, pero era un buen día. Todo se desvanecía contra el atractivo hipnótico de esa tela blanca y la aún inexistente costumbre noventera del depilado excesivo. Por supuesto yo no entendí nada, pero no necesitaba entender; siglos y siglos de evolución del instinto me libraron de los pesos de entender, y mi ingenua edad me libró de cualquier peso moral. Cómo disfruté esos calzones toda la mañana. "Sujeto y predicado", como sea. "Flora y fauna", claro que sí. Daba igual, porque la rubia se levantaba, hacía dos anotaciones en el pizarrón y cuando veía mi cara de inquietud, seguro pensaba que me angustiaba la idea de no tener esas notas... así que ella se apuraba de vuelta al escritorio, y yo volvía a la fantasía interminable de unas piernas más largas que mi propia altura, y un algo incomprensiblemente atractivo donde esas piernas se acababan. Si se cruzaba de piernas, yo levantaba la mano para preguntar y hacerla moverse. Antes que terminara la mañana, yo me sabía a esa mujer hasta la última peca visible desde mi trinchera curiosa.
En el recreo me senté solo, con mi lonchera puesta en una llanta decorada, y comí en silencio pensando en la rubia y su forma y su ruido y su color amarillo de caramelo. Ese día supe que sería para siempre un hombre atormentado por el gusto de hacer aquello, fuera lo que fuera, por las ganas de sentir los algos y decir los esos, y disfrutar los talles y los encuentros. Yo era un hombre de poco más de un metro de altura, dueño de dieciséis Hot-Wheels, un Castillo de Greyskull, un triciclo viejo, dos papalotes y la certeza de que cambiaría esas o cualquier otra posesión por más días como ese. Ese día las protagonistas de mi tarde de caricaturas fueron Cheetara, She-Ra y Lynn May. No he madurado casi nada desde entonces.
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