Corría sepa madres qué año de crisis económica mexicana en los 80, pero a mí lo único que me importaba en la vida es que en Canal 5 pasaban todas las tardes a Remi, He-Man, Los Muppets Babies y el Tío Gamboín con sus fanfarrias. Yo estaba en primero de primaria. Me daba re-chingos miedo la escuela. Esto ya no era el jardín de niños; aquí había que aprender los sujetos y predicados, las sumas y restas, y los de tercer año siempre hablaban de unas tales tablas que había que saber de memoria, y ponían los ojos pelones cuando lo decían. Yo tenía pánico, porque nunca podía recordar por dos minutos nada de lo que nadie decía. Yo vivía entre una tarde de caricaturas y la siguiente.
Yo era pequeño, no solo de edad. Era chaparrito, con mis cachetes regordetes, con el ombligo saltón y el cabello a la Príncipe Felíz. Así le decía mi mamá a mi pelo, y cuando el año siguiente leí la historia de Wilde en un cuento ilustrado, yo no podía entender porqué mi madre me odiaba tanto que me cortó el cabello para atraer pájaros para que me sacaran los ojos. Mis pobres ojos verdes y miopes y con lentes que quemaban hormigas si estaban bien enfocados con el sol.
Mi maestra de español era, para todo propósito infantil, una adulta. No sé, debe haber tenido veinticasitreinta, porque tenía dos arrugas pequeñitas a los lados de los ojos. Se le veían más cuando sonreía. Y era bonita, sea lo que sea que eso significaba entonces. Yo sabía que las niñas eran bonitas. Algo tenían, con sus lloriqueos y sus trenzas y sus moños enormes con estampados de moda. Yo sabía que las maestras eran como niñas que habían crecido y que sabían cosas y que podían regañar o felicitar a quien quisieran y como quisieran, como si medir dos veces más les diera superpoderes. Eso lo aprendí de Voltron. Voltron, claro, era poderoso porque medía diez veces más que cualquiera. Así de simple.
Alguna de aquellas mañanas de no-caricaturas, la maestra entró al salón ruidoso y yo ni la noté. Los compañeros y compañeras corrían por espacios entre mesabancos, y yo hacía corajes en silencio cada vez que pateaban mi lonchera roja de Optimus Prime. Me estaba secando las lágrimas porque había dejado mis lentes sobre la tele. Ya me había gritado mi mamá, y ahora seguro me gritaría la maestra. Yo aún no podía leer nada en voz alta sin antes decirlo diez veces en susurros, y era más lento que eso para escribir. Sin mis lentes, daba lo mismo que me hubiera quedado en casa para ver a Bugs Bunny y Marvin el Marciano. Siempre creí que Marvin tenía mucha suerte de venir de un planeta donde había pistolas que hacían desaparecer lo que a uno no le gustaba. Seis o siete compañeros, dos o tres hermanos y hermanas, los honores a la bandera, el dentista y mis tías fastidiosas: yo por ahí hubiera empezado.
Esta gigante rubia llegó gritando al salón. En mi memoria televisiva, ella se veía como la tal Yuri que le cantaba al panda de Chapultepec, pero más fresca. Cuando terminó de gritar, no quedaba un alma en pie. En silencio, acomodé mi lonchera para que se alineara con la línea de concreto del suelo que terminaba en una columna en la pared y continuaba en un cable y subía al techo y se convertía en el abanico arriba de mi cabeza. También me daba miedo que se cayera el abanico, pero si se iba a caer, yo prefería estar exactamente abajo de las aspas para que me rebanara el cuello, y entonces vería cómo mi cuerpo se quedaba en la silla y mi cabeza rodaba junto a la lonchera roja, aún perfectamente alineada con los cables chispeantes del abanico desplomado.
Así como estaba, alicaído y pensando en mi muerte prematura, la maestra se acercó taconeando, se puso en cuclillas y me preguntó qué me pasaba. Yo no ocupaba ni eso para empezar a llorar de nuevo. Cuando se me aguaron los ojos empecé a balbucear algo de mis lentes y a morir de vergüenza con el resto de mis compañeros. Con la calma de quien vence hasta a los monstruos internos ajenos, me dijo lo único que no esperaba yo: "No importa, tú quédate en silencio y hoy yo hago tus apuntes y anoto tus tareas". Me ahogué dos lloriqueos jocosos y me dejé despeinar sin protestas.
Antes de ese momento, era yo un chico cualquiera, contento hasta marcarme los hoyuelos. Hasta que la rubia se dio la vuelta, se meneó de forma curiosa y se sentó en su silla, yo era un chico cualquiera. Quizá se meneaba así siempre, pero tuve que pensar en el momento inmediatamente anterior a cuando se sentó, para poder entender cómo había pasado todo tan súbitamente. Tenía que pensar en el meneo porque algo malo sucedería si pensaba yo en los calzones. Ya era inútil, claro, porque en eso estaba pensando yo. Lo veía como una de mis películas Betamax: me habla, se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa, regresar; se levanta, camina hacia atrás, se voltea, se agacha; pausa, reproducir; se levanta, se voltea, camina, se sienta... pausa... reproducir; se sienta, calzones. Calzones, calzones. No eran como los de mis compañeras. Estos eran calzones de mujer, no de niña. Me recargué en mis manos con los dedos cruzados sobre el mesabanco. Benditos mesabancos ridículamente pequeños, con ángulos perfectos de visión.
Sería que ese día la maestra rubia se llevó una falda más corta. Será que no tenía yo que tomar notas. Sería que no era yo tan miope como para no ver que algo ahí era mejor que tantas otras cosas. No sé qué sería ese día, pero era un buen día. Todo se desvanecía contra el atractivo hipnótico de esa tela blanca y la aún inexistente costumbre noventera del depilado excesivo. Por supuesto yo no entendí nada, pero no necesitaba entender; siglos y siglos de evolución del instinto me libraron de los pesos de entender, y mi ingenua edad me libró de cualquier peso moral. Cómo disfruté esos calzones toda la mañana. "Sujeto y predicado", como sea. "Flora y fauna", claro que sí. Daba igual, porque la rubia se levantaba, hacía dos anotaciones en el pizarrón y cuando veía mi cara de inquietud, seguro pensaba que me angustiaba la idea de no tener esas notas... así que ella se apuraba de vuelta al escritorio, y yo volvía a la fantasía interminable de unas piernas más largas que mi propia altura, y un algo incomprensiblemente atractivo donde esas piernas se acababan. Si se cruzaba de piernas, yo levantaba la mano para preguntar y hacerla moverse. Antes que terminara la mañana, yo me sabía a esa mujer hasta la última peca visible desde mi trinchera curiosa.
En el recreo me senté solo, con mi lonchera puesta en una llanta decorada, y comí en silencio pensando en la rubia y su forma y su ruido y su color amarillo de caramelo. Ese día supe que sería para siempre un hombre atormentado por el gusto de hacer aquello, fuera lo que fuera, por las ganas de sentir los algos y decir los esos, y disfrutar los talles y los encuentros. Yo era un hombre de poco más de un metro de altura, dueño de dieciséis Hot-Wheels, un Castillo de Greyskull, un triciclo viejo, dos papalotes y la certeza de que cambiaría esas o cualquier otra posesión por más días como ese. Ese día las protagonistas de mi tarde de caricaturas fueron Cheetara, She-Ra y Lynn May. No he madurado casi nada desde entonces.
joder.......todo iba bien hasta el final =(
ResponderBorrarlas sorpresas siguen sucediendo ahora, creo.
La pregunta es: ¿era rubia dónde empezaba el túnel?
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Chingón compadre, me llevaste al aula de mi buena escuela pública en la que cursé primaria. Y me recordaste chingos al buen José Emilio Pacheco...
Abrazo!
lo peor de todo es que ahora cada vez que vea a una rubia con calzones blancos y piernas largas voy a pensar que se están cerrando...
ResponderBorrarhehehe me trajiste muchos recuerdos de la infancia... pero damn fue una muy buena lectura...
el final es idóneo... no puedo decir nada mas.... no sabia que seguías escribiendo... pero bueno
gracias