jueves, 16 de julio de 2009

DANAE

En algún lugar de la ciudad, se enciente una farola. Su luz amarillenta y marchita se filtra por la persiana y cae sobre tu cuerpo desnudo y dormido. Pienso en Zeuz convertido en lluvia de oro, besando tu piel, poseyéndote; pienso en Klimt, pintando a su amada prostituta de cabellos rojos; tomo mi diario, y te nombro en secreto: “Danae”.

Danae duerme el sueño de los amantes. Ese divino sueño de conciencia entumecida postcóito. Se mueve un poco y desde su crisálida de sábanas percudidas y almidonadas se le escapa un pezón color café con leche. El colchón revela algunas de sus cicatrices de cigarro. Del otro lado del papel tapiz enmohecido, una pareja discute. Se maldicen, maldicen el cuartucho de hotel y las tres horas de hospedaje que les quedan, maldicen sus miserables vidas, el calor, a sus esposos y luego vuelven sexo.

Danae sigue durmiendo, la imagino bajo las sábanas desnuda y perfecta. Su desnudez le grita a mis ojos “mírame”, y yo la miro y me dejo vaciar por su imagen. Ella suspira, y casi puedo ver el sueño bajo sus párpados. Ese sueño de cuerpos ingrávidos, de humedad y manos, ese sueño de amantes anónimos desdibujando sus vértices en el ciego abrazo del éxtasis.

Danae despierta. Me ve. Me ve como intentando descifrar un recuerdo que nunca ha sucedido. Me ve sentado en una silla, frente a la cama, con mi diario apoyado en las rodillas, desnudo y escribiendo. No parece agradarle. “A veces creo que preferirías cojerte a ese maldito diario que a mí” No digo nada. Ella pone sus ojos en blanco. Silencio.

Danae se estira como los felinos y sujeta la sábana para ocultar lo que ya conozco de memoria. Mira hacia el viejo buró de madera y toma su bolso. “¿Tienes un cigarro?” dice mientras inspecciona todas sus cavidades. “Ah, mira, estoy de suerte”. Toma el encendedor. El humo se diluye suavemente en la espesa sustancia translúcida que es la penumbra de las 2 am.

Los vecinos lanzan un largo gemido que poco a poco se apaga. La loca convulsión de la cabecera contra la pared cesa de repente, y los dos nos descubrimos inmóviles y aún en silencio. “¿Qué escribes?”. Dice ella, dibujando una sonrisa pícara en sus labios “¿Escribes algo de mí?” Se lleva de nuevo el cigarrillo a los labios “¿De mi talento para hacerte venir en mi boca?”.

No respondo. Mi mano sigue atenta a la caligrafía. Ella entre cierra sus ojos, y se alza como un resorte. Su mano arrastra la sábana intentando casi ridículamente ocultar lo que ya tantas veces hemos repasado juntos. “En algún lugar de la ciudad, se enciente una farola”. Lee en voz alta, con un tono cantarino y risueño. Luego suelta una carcajada “(…) Danae duerme el sueño de los amantes. Ese divino sueño de conciencia entumecida postcóito (…)”. Quita su vista de mi diario, y me mira a los ojos “¿Así que ahora soy Danae?”

Sigo escribiendo. Ella lanza otra carcajada, y me ve anotando de todo de nuevo, como si me estuviera pasando el dictado. “¿Así que vas a poner en ese maldito diario todo lo que diga?” Apaga su cigarro en el cenicero imaginario del buró. “Pues bien, juguemos tu juego”. Danae retira la sábana con un solo movimiento y descubre su cuerpo de suaves colinas y pálidos valles. En el buró, la colilla se marchita lentamente.

Su mano derecha baja suavemente desde sus labios. “Quiero que le hables a mi boca”. La caricia descendente pasa por su cuello y llega hasta su pecho. “Que me digas te deseo enloquecidamente”. El dedo índice dibuja un círculo en su pezón derecho. “Quiero que me tomes como si fuéramos dos extraños”. Danae apoya su espalda contra la cabecera, y su mano derecha le cede el lugar a la izquierda para bajar ahora hasta su vientre. “Quiero que dejes todas tus metáforas, que me digas que soy tu puta”. La mano se detiene entre sus piernas, las abre para mí. “Y que no vas a dejarme nunca”.

Ella cierra sus ojos, y en algún punto, mis manos son las suyas. “Tu eres mi único consuelo”. Mis palabras son las suyas. “Dime que me amas, aunque no sea cierto”. Y todo lo que existe son éstas palabras. “Que nada tiene sentido más allá de mi”.

Mi lengua traza caminos de humedad por su piel de durazno maduro, buscando algo inalcanzable. “Bésame aquí, aquí abajo”. Y ella suspira cuando finalmente descubro esos tiernos pliegues que habitan ahí donde se unen las largas cordilleras de sus piernas. “¿Te gusta? ¿Te gustó?”. Y bebo de ella, de ese cálido remanso. “Dímelo. Dime que te gusto”. Y bebo hasta colmarme, bebo hasta que aquella sustancia logra calmar el amargo hastío que hay en mi garganta.

“Ahora deja todo y ven”. Ésta noche somos solo dos animales sedientos. “Quiero sentirte dentro de mi”. Que se buscan a tientas. “Quiero que me acalambres las piernas”. En los laberintos salvajes. “Que me hagas gritar hasta que se me acaben los pulmones”. De ésta insoportable inmensidad. “Hasta que todo el mundo quede en silencio”.

“No te vengas aún”. Afuera se escucha una sirena. “Espera un poco más”. Las bestias de la noche se agitan. “Vente conmigo”. Pero aquí adentro nada existe. “Vente”. Solo nuestros cuerpos que se funden en un único grito. Al final, el derrumbe de los brazos. Y de nuevo el silencio.

“¿Por qué seguimos haciendo esto? ¿Por qué cojemos?” Uno coje para no llorar, para perderle un poco el miedo a la muerte. “¿Pero no me amas?” El amor es sólo una escusa, la más absurda de todas, para seguir existiendo. “Entonces dime ¿Qué somos? ¿Amantes? ¿Amigos? ¡Dime!”… Danae, en éste momento somos solo éste último párrafo que se termina.

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